
Que la pintura y la fotografía tal vez no sean, después de todo, dos medios diferentes es una idea cada vez menos controvertida. No son pocas las voces que tanto desde la práctica artística como desde el ámbito teórico sostienen esta postura, pensando la imagen más en su función social y no tanto en base a su técnica o materialidad.
Laura González Flores dedica uno de sus libros a esta cuestión, que aborda de forma profunda, mientras David Hockney defiende en sus conversaciones con Martin Gayford que la fotografía es hoy lo que ayer era la pintura, al menos en un sentido ontológico en base a sus causas finales.
Entendiendo la réflex y la paleta como herramientas parejas al servicio de un único acto creativo, hay una larga lista de pintores del siglo XX que primero encuadraban a través del visor de la cámara lo que luego pintaban sobre el lienzo, artistas como Chuck Close, Richard Estes o Ralph Goings, por nombrar solo algunos de los norteamericanos más prominentes. Practicantes todos de ellos de un hiperrealismo consistente en la translación de la foto a la tela, sus pinturas son esencialmente fotográficas por cuestiones relacionadas con la opticalidad propia de lo capturado mediante la cámara, además de por el alto nivel mimético de su ilusionista pincelada. Los encuadres, la distorsión de las proporciones que genera la lente y, especialmente, las temáticas abordadas —objetos mundanos e instantes anecdóticos, asuntos aparentemente banales— hacen dudar de si hablar de sus obras como fotografías pictóricas o como pinturas fotográficas.
En esta frontera imprecisa entre el óleo y la gelatina de plata se sitúa la obra del artista francoargelino Bilal Hamdad, cuyo trabajo puede verse en el Centro de Arte de Alcobendas hasta el 30 de marzo de 2025. Bajo la curaduría de Diana Cuéllar Ledesma, La mirada invertida supone su primera muestra en solitario en nuestro país. Y no es poca su puesta de largo, pues la exposición presenta 18 de sus obras, no-fotografías del París multifenotípico y pedestre de nuestros días. Casi una veintena de instantáneas reelaboradas a pincel en un ejercicio de deconstrucción de la imagen fotográfica, más que un alarde de paciencia y destreza técnica. En lugar de emular a los fotorrealistas en su obsesión por un mimetismo apabullante que les lleva a calcar incluso las imperfecciones de la imagen fotográfica, Hamdad parte de la instantánea, pero no la replica maquinalmente, permitiendo que la pincelada aflore sin sentir rubor por el acabado impreciso del medio pictórico. Pese a todo, sus pinturas son en cierto modo inmateriales, casi etéreas, como si fueran proyecciones de una visualidad colectiva urbana que poco tiene que ver con las artes de caballete.
La predominancia del gran formato en la exposición —la mostración de lo nimio a una escala soberbia— es una de las conexiones con el canon pictórico con las que Hamdad construye su discurso visual, una alusión deliberada a la cultura de los salones y sus grandes cuadros, susceptibles de ser contemplados por varios espectadores al tiempo gracias a lo generoso de sus dimensiones. En contraste con estas obras vastas, la muestra incluye un puñado de pinturas más comedidas, como la pareja de rostros femeninos que remiten a las tomas íntimas de los álbumes familiares, piezas de formato reducido que funcionan como ventanas a una narrativa personal y que sirven de puente entre lo público y lo privado, entre la grandilocuencia de la tradición pictórica y la modestia de la memoria fotográfica cotidiana.

Pero más que invertida, la de Bilal Hamdad es una mirada transeúnte que adopta el punto de vista del viandante que pasa frente a los cafés parisinos y no les dedica más que un vistazo fugaz en su tránsito a donde quiera que se dirija en esa gran urbe. Una perspectiva efímera y fragmentada que se materializa en composiciones que juegan con la tensión entre lo nítido y lo difuso, entre lo estático y lo pasajero y que, como contrapunto a esas gentes dichosas que se reúnen y conversan sentadas en una terraza, enfatiza el aislamiento de las figuras solitarias que habitan los intersticios de la metrópolis. Estas son, en su mayoría, sujetos racializados que niegan al espectador su rostro, obligándolo a contemplarlos de costado o desde las espaldas, como quien mira de soslayo a un desconocido a la salida del metro. Representados de acuerdo a una estrategia de ocultación parcial que habla de la alienación urbana contemporánea, no hay complacencia en este abordaje de la invisibilidad social y la construcción de identidades marginales en el espacio público parisino.
Pero la crítica pictórico-fotográfica de Hamdad resuena con más fuerza al evocar figuras recurrentes del imaginario artístico occidental, como la Ofelia shakesperiana incontables veces ahogada en pinturas y grabados, arquetipo del que el artista se apropia presentando en un inerte decúbito supino a un varón afrodescendiente que emula a la fallecida enamorada de Hamlet. Una subversión iconográfica ésta, tal vez no inédita, pero sí pertinente. La muerte de Ofelia fuera de escena, un posible suicidio tradicionalmente relegado al ámbito de lo no representado en la tragedia clásica, es reinterpretada así para aludir con lacerante acierto a la apatía de las masas urbanas ante el sufrimiento ajeno.
Algo hay de Courbet —y aún más de Caillebotte— en las pinturas de este flâneur del siglo XXI, pero también algo de Edward Hopper e incluso algún pellizco de Willy Ronis, aunque este último no trabajase con pigmetos, sino con película fotosensible. La denuncia social de Hamdad, análoga a la de los pintores del siglo XIX que se opusieron al relamido academicismo imperante en su tiempo, visibiliza una identidad diaspórica tradicionalmente relegada a los márgenes de la visualidad europea, enmarcándola en el vertiginoso caleidoscopio urbano de nuestro nuestro saturado y convulso ahora.
Juan José Mateos